viernes, 2 de marzo de 2018

Facso en sociedad: La comunidad a través de los niños


Cuatro estudiantes de la FACSO trabajan en conjunto con la comunidad de El Cajas para incentivar a los niños a la lectura. Actividades didácticas y de recreación se llevaron a cabo durante seis semanas.


Karol Herrera y Antonela Calle Avilés.- Es un sábado, día de descanso, y nos hubiera gustado dormir hasta tarde. El bus de la Facultad de Comunicación Social (Facso) sale temprano para llevar a los estudiantes a diversas comunidades de Cayambe. Aproximadamente a las 6:30 de la mañana los jóvenes empiezan a llegar a la Facultad. El frío de la mañana los tiene tiritando: estamos a 11 grados centígrados.

El grupo de estudiantes son de quinto semestre de la Carrera de Comunicación Social. En el patio principal de la Facultad esperan a que lleguen todos sus compañeros para poder partir. A las 7 del día el grupo de 9 estudiantes se completa. El bus de la institución es de color blanco en la parte de adelante y en la de atrás de color negro. Un colibrí multicolor, ubicado en el centro, separa los dos colores.

Los estudiantes se ponen en fila para subir al vehículo. Todos están sentados de par en par, mientras cinco conversan, el resto se preparan para dormir un poco. El chofer del bus, un hombre amable y atento al saludar. Aparenta tener aproximadamente unos 40 años. Lleva puesto una gorra azul obscura y una chompa del mismo color. Enciende la máquina y se ponen en marcha hacia el norte del país.

Durante el viaje, seis estudiantes van durmiendo, un para van colgados de sus celulares y el resto observa por la ventana el cambio de ciudad a campo. Luego de una hora y media de viaje por la Panamericana Norte, pasando Cayambe, encontramos con el redondel Ibarra-El Quinche. A lado del redondel está el Hotel Miraflores y una gasolinera de Petroecuador. En un rótulo rectangular, verde obscuro, dice “El Cajas”. 

El bus toma esa dirección. Se desvía de la carretera principal y toma la vía Tabacundo-Cajas. Un camino mojado con un poco de lodo a causa de la lluvia hace que el conductor conduzca a menor velocidad. Quince minutos después el bus se detiene, su primera parada es la comunidad de El Cajas. Se bajan cuatro estudiantes: Paúl, Adrián, Vanessa y Catherine. 

La comunidad de El Cajas se encuentra rodeada de montañas, que son abrazadas por una liviana niebla. Estamos a tres grados menos que en Quito. Se siente el frío penetrando los gruesos abrigos que llevamos puestos. La casa comunal es una media agua, pintada de blanco y tomate, con techo de zinc. El patio de la casa mide aproximadamente unos diez metros cuadrados. No se ve ni una hierba en él, todo está cubierto de cemento. La lluvia también ha llegado hasta ahí, por lo que el patio está mojado.

Entramos al aula que la comunidad ha preparado, ya se encuentran los niños y niñas, en total son catorce. La casa por dentro tiene un color rosado pastel y un verde bajo. Tiene una mesa larga de madera de dos metros de largo. Hay también dos pequeñas mesa de hierro. El resto está lleno de catorce bancas largas de madera y hierro. Su piso es de cemento. El salón es húmedo, tiene un leve olor a pintura guardada. El techo se está resquebrajando por la filtración del agua. Tiene una ventana larga de un metro y medio y otra pequeña de medio metro. Las ventanas no logran alumbrar todo el salón, cuatro lámparas de focos largos se ubican en recompensa.

La sala comunal no es un ambiente que invite a divertirse a los pequeños. Es el único espacio en donde pueden juntarse. Los niños y niñas nos ven llegar. Algunas caras están a la expectativa de lo que se hará y otras un poco curiosas. Se empieza con la presentación de cada uno de los y las niñas. Luego se hace una dinámica, a la que todos se integran fácilmente. El juego consiste en responder con antónimos las palabras que dice el coordinador. Si dice blanco, los niños dirán negro y viceversa para lograr confundirlos. El juego termina con risas y luego se les invita a dibujar.

En el grupo de niños nos encontramos con una niña pequeña, de aproximadamente siete años. Nos llama la atención. Su nombre es Vanesa, al igual que la compañera estudiante de la Facso, a diferencia de una “s” menos.

-Se llama Vanesa, como yo, y trae consigo recuerdos de mi infancia por la timidez de sus ojos y la sombría lejanía de su presencia...-, dice Vanessa Arrobo.

Ella es ante todo una mujer joven, apasionada por la fotografía. Su rostro fino brinda confianza y a la vez da seriedad. En la comunidad El Cajas tiene a su cargo guardar las memorias de esta experiencia. Documenta las travesuras de los niños y niñas, como las de Juan y Camila. También de Daniela, quién siempre está pendiente de su hermanita Cristina. Las miradas perdidas de los niños distraídos también captadas. Entre ellas, la tristeza y la timidez de Vanesa, su tocaya.

La pequeña Vanesa, viste un abrigo rosado, que resalta la ternura de su gesto triste. Sus ojos son pequeños y negros, sus pestañas son rizadas. La niña se muestra reacia a aceptar el requerimiento que han hechos los universitarios para dibujar.

Los chicos y chicas de vinculación han propuesto a los niños que dibujen a su familia. Diez niños no han esperado ni un segundo para empezar con la tarea. El resto se encuentran jugando. Otro es el caso de Vanesa que se encuentra totalmente desmotivada. Sostiene el lápiz en su mano derecha y tiene la mirada perdida en algún recuerdo.

Al cabo de cinco minutos, la pequeña Vanesa empieza a dibujar. Se acomoda en medio del piso de cemento pese al frío del piso de cemento. Traza, con desgano, unas líneas. Estas van dando la forma de un velador grande. El mueble tiene cinco cajones que son pintados de café. A lado del velador dibuja un pequeño perro. Al animal no le pone ningún color. Al final dibuja a tres personas. A “papá José”, a su hermana Daniela y a ella misma. Los retratos no reflejan gran emotividad.

Cerca de Vanessa se encuentra Cathy, otra estudiante de vinculación. Catherine Molina tiene 22 años. Tiene una actitud serena. Pero cuando hay que poner límites a los niños y niñas, lo hace con firmeza. Se escuchan unas voces.

-¡Cathy, Cathy, Cathy!–. Varios niños pronuncian su nombre para resolver dudas sobre la tarea que fue asignada. Ella, paciente, se acerca a ellos y repite, una vez más, las indicaciones.

Cathy, luego de haber atendido a los niños, regresa su mirada a Vanesa. Ve con curiosidad el dibujo que la niña hizo. Lo que resalta es el enorme velador café. Su curiosidad le vence y decide preguntar a la niña sobre el dibujo.

-¿Vanesa, qué significa tu dibujo, el velador?

Al instante sucede algo inesperado. Los pequeños ojos negros de la niña empiezan a humedecerse. A lado de ella está su amiga Anita. Ella viste un pequeño pantalón jean, con un saco café y unos zapatos de cuero. Anita, al ver que su amiga llevaba los ojos humedecidos, decide contestar por ella.

-En ese lugar guardan las cenizas de su madre-, indica Anita.

Vanesa se hecha a llorar mientras permanece sentada en el suelo. Con un poco de agua que le da Cathy la niña se calma. Al terminar con los dibujos, salimos a un pequeño receso de quince minutos. Cuando llegó el momento de reintegrarnos al aula, Vanesa se negó a entrar. Luego de un momento por fin aceptó reintegrarse. No se despidió de nadie al terminar la jornada. Nunca más volvió. 

Tropiezos en el camino.

El siguiente sábado, se repitió la rutina, dos niños más añadieron al grupo. Sin embargo, los días 23 y 30 de diciembre del 2017 se suspendieron las clases por festividades navideñas y de fin de año.

Nuestra sorpresa al volver –nos cuenta Adrián, el sábado 6 de enero, fue que no más de tres niños nos esperaban en la casa comunal. El mensaje de que se suspendió en tales fechas y re retomaba en la indicada, no había sido llevado por el presidente comunitario a los niños. Ellos asumieron que no regresaríamos. Tras dialogar con la autoridad y él con los padres de los niños pudimos solucionar el inconveniente. Para el siguiente fin de semana, el aula estaba llena de niños entusiasmados que leían los cuentos clásicos que les habíamos llevado.

Adrián Laje y Paúl Mosquera discrepan de polo a polo en estatura y grosor. Son compañeros de cancha en un equipo de la Facultad. Aprovechan que la temperatura ha sido mucho más favorable que los otros días. El sol resplandece sin una nube que lo acompañe, los niños han asistido con ropa ligera. Las condiciones ameritan salir a jugar fútbol con los niños durante el receso. Paúl, sonriente y bromista corre entre los muchachos; Adrián, un poco más serio, se ha quedado en la portería. Improvisan con unos ladrillos en deterioro el arco. Los dos ya tienen ganado el cariño de los niños y niñas por las bromas y los juegos.

El partido termina 6-4 a favor de los niños. Un heladero, un hombre que vivía cruzando la casa comunal, escuchó la algarabía y acercó a promocionar los tradicionales chocobananas. Las paletas eran de guineo cubierto de chocolate y grajeas. Costaban tan solo 0.15 centavos. Todos compramos uno y nos sentamos a recibir el sol.

El último día con los niños.

Madeley Cabazcango, es una de las niñas que asisten al día final de vinculación. Viste un saco morado. Pantalón negro y zapatillas. Lleva una gorra en la cabeza, para protegerse del frío y llovizna que nos acompaña en la clausura. Mientras escribe una carta, comenta con uno de los jóvenes universitarios de la FACSO lo bien que se ha sentido en ese tiempo. Su brillo en los ojos expresa mucha gratitud.

Son las 12 del día. Javier Reinado, el presidente de la comunidad, nos sorprende con su visita. Es un hombre joven, bordea los 40 años. Es amigable con los niños y muy atento con los jóvenes. Se pone al frente del aula y empieza a hablar para todos.

-Agradecerles el espacio de tiempo que han tenido para poder dedicarse, y poder ayudar a estos niños durante estas seis semanas. Niños, - Javier pronuncia casi en todo profético- ustedes escúchenme un momento, ¿han escuchado hablar de los universitarios de la Universidad Central del Ecuador, tal vez?

-Sííí–, responden todos al unísono. –Ellos son estudiantes de una de las mejores universidades del país. Tienen que ver su ejemplo y llegar a ser como ellos. Así que démosles un fuerte aplauso– y las palmas de los niños resuenan en la habitación.

Son las 2 de la tarde. Regresamos al bus. El sol intenta hacer un poco de compañía. Con las ventanas cerradas, hemos logrado entrar en calor. Volvemos por la misma ruta, pero algo en los muchachos ha cambiado. Al recoger la experiencia en la comunidad El Cajas, dan como conclusión que en realidad los que aprendieron fueron ellos. Aprendieron de los niños y niñas a ser más humildes.

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